H. RIDER HAGGARD, una biografía









H. RIDER HAGGARD
Un mistificador inspirado
Sir Henry Rider Haggard (1856-1925), llegó al mundo menos de un año antes y partió menos de un año después que Joseph Conrad, considerado por su tiempo y por la posteridad como uno de los maestros de la literatura en lengua inglesa. Pero mientras Conrad no ganó dinero ni cosechó honores, y sigue siendo un escritor poco leído, Rider Haggard no sólo fue nombrado caballero de Su Majestad Británica, sino que además gozó y sigue gozando de popularidad al menos por un libro incomparable: Las minas del rey Salomón (1885), título que es hoy en día epítome de gran aventura, al que sólo le compite ese monumento que se llama La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, libro que lo inspiró.
Haggard nació en Norfolk, Inglaterra, hijo de William Haggard, abogado y Ella Daventon, escritora aficionada. Recibió una educación privilegiada. Al no ser reclutado en el Ejército como se esperaba, parte a los 19 años a Natal, Sudáfrica, para cubrir el cargo de secretario del Gobernador de la ciudad. Allí hace carrera de fiel representante del Imperio y funge de joven administrador de justicia en el Transvaal. Pronto se transforma en próspero hacendado y criador de avestruces. Una crónica del siglo pasado lo describe como hombre delgado y menudo; un rubio de aire nervioso, tez pálida y ojos azul claro, que se mueve con soltura en los medios de sociedad.


Durante estos años, Haggard se fascina con la cultura Zulú, hasta el punto que sucumbe a un tórrido romance con una mujer de esa etnia. El hecho lo marca en forma indeleble, lo que se transmitirá después a toda su obra (el propio Jung estudió el tema), un continuo homenaje a los misterios del alma y el cuerpo femeninos. Esta precoz experiencia amorosa es contada en Hijo del trueno (1913), novela perteneciente al ciclo de su personaje Allan Quatermain. Haggard empieza rápidamente a expresarse como escritor. Su primer texto lo publica en 1882, a los 26 años, un ensayo histórico sobre Sudáfrica, género de escritura que Rider Haggard nunca abandonará, y que le aportará insumos para su obra novelística, construida sobre sus conocimientos de la realidad africana.


En 1885 Haggard publica Las minas del rey Salomón, que alcanza un éxito fulminante y avasallador, para un escritor que aún no alcanza los 30 treinta años. Es un libro emocionante, heroico, de un ritmo sin respiro, que contiene además batallas, despliegue de intrepidez, momentos extraños y, para solaz de viejos y jóvenes, la búsqueda de un tesoro. Se trata, sin duda, de literatura popular en todo su esplendor, aunque el libro no está exento de finas elucubraciones sobre la vida y la muerte. Nace además allí el personaje de Allan Quatermain, protagonista luego de la novela del mismo título, publicada en 1887, y de otras narraciones de una serie que comporta nada menos que 18 novelas y 4 cuentos; entre tales novelas, destacan las notables aunque menos célebres: La esposa de Allan (1889), Marie (1912), La flor sagrada (1915), El niño de marfil(1916), El monstruo (1924) y Allan y los dioses de hielo (1927).


La novela Ella (1887) inaugura por su parte otra serie, la de una misteriosa mujer de origen árabe, conocida como la reina Ayesha, “La que debe ser obedecida”. El libro describe las extrañas aventuras de un tal Leo Vincey, quien se interna en Africa para vengar la muerte de un ancestro suyo, el sacerdote egipcio Kalikrates (“El hermoso en su fuerza”), asesinado por la antigua hechicera Ayesha, reencarnada y oculta en las profundidades de un volcán. Todo el tema de la mujer y la búsqueda de la eterna belleza y juventud están presentes en este libro, materia de culto hasta nuestros días. La historia tuvo dos secuelas, las novelasAyesha, el retorno de Ella (1905) y La hija de la sabiduría (1923). La novela Ella y Allan (1921) junta brillantemente ambos ciclos, el de Ayesha y el de Allan Quatermain, aunque tiene un mérito propio: se la puede considerar la novela que trata más bellamente la figura de un personaje secundario en otros libros, el Zulú Umslopogaas, a quien Rider Haggard hace el hijo ilegítimo del personaje histórico Chaka el Grande, guerrero invencible y fundador mítico de esa nación africana. Aunque la historia completa del drama de Umslopogaas y sus amores con su hermanastra está contada en Nada, el lirio (1892), que de paso relata las atrocidades que el tirano Chaka perpetró en el África meridional.
El ciclo de Ella tiene como interés principal el que se plantea como una aventura no sólo sobre un territorio extraño, dentro de las entrañas mismas del subsuelo africano (el Congo, aguas arriba del río Zambebe), sino que también como una exploración en lo sobrenatural; más concretamente, proponiendo una manera en que se puede manifestar la inmortalidad, a través de reencarnaciones sucesivas. Los argumentos son sumamente rebuscados y a menudo demasiado inverosímiles, pero evidentemente había por entonces (a fines del siglo XIX, principios del XX, época de oro de la novela de aventuras) un público dispuesto a aceptar las mayores extravagancias narrativas, en la medida que pudiera sentirse potencialmente partícipe de la dinámica heroica a la moda. Rider Haggard le da lo suyo a ese público amable, pasando sin pudor por encima de la rigurosidad histórica y los descubrimientos de la antropología; la aceptación de su prolífica obra es la mejor demostración de que sabía bien lo que la gente ansiaba leer.


Por su parte, el ciclo de Allan Quatermain transcurre en Sudáfrica y Kenya. Recoge, aunque de manera liviana y juguetona, leyendas relativas a civilizaciones crueles y misteriosas, donde se guardan sabidurías perdidas, como la taumaturgia egipcia; y donde los exploradores blancos perpetran exitosas carnicerías ayudando a las tribus oprimidas en su lucha contra los tiranuelos. No cabe duda que tales historias llenaron los deseos de la sociedad victoriana de tener alguna perspectiva de las hazañas imperiales, por distorsionada que fuera, que les permitiera participar vicariamente de ellas. Paralelamente, Haggard es interesante por cierta impudicia en los aspectos sexuales que, aunque sin llegar a lo explícito, acerca al lector a una sensualidad que los victorianos obviamente escondían bajo la careta de las convenciones. También es destacable su evidente aprecio por los encantos de las mujeres de razas oscuras. Por todo esto, Haggard fue admirado por el novelista Henry Miller, quien dedica muchas páginas a la figura de Ella-Ayesha en su ensayo Los libros de mi vida.
En 1896 Haggard publica la novela El mago, notable y animado relato que elucubra sobre la personalidad de un hechicero africano. Este texto, aunque plagado de concesiones al espíritu misionero, logra transmitir algo de la complejidad de esta figura tan clave en la cultura primitiva. A la postre la astucia del civilizador y la ciencia de fin de siglo vencen a la superstición pagana, con la ayuda de la verdadera fe cristiana. Edificante, sin duda. En todo caso, al relato no le falta encanto y colorido. El mago conoció una edición chilena por los años cuarenta, de Zig-Zag, con una portada espectacular debida a la mano maestra del dibujante Alhué, que compartía con Coré, Themo Lobos y otros, el arte de dibujar las cubiertas de la colección Linterna.


Sir Henry Rider Haggard fue prolífico también en redactar estudios sobre la economía, la historia y la política de Europa y Africa, y gracias a ello fue elevado a la condición de caballero. Fue un fiel servidor del Imperio Británico, tal como su amigo de toda la vida Rudyard Kipling. Se le recuerda también como un luchador incansable por la dignidad de los escritores, logrando tras una dura pelea que los derechos de autor se reconocieran, sobre todo en Estados Unidos, donde a principios de siglo las prácticas editoriales eran bastante mafiosas.


Como los de otros autores eminentemente populares, los libros de Rider Haggard han dado lugar al trabajo de ilustradores, dibujantes y diseñadores de colecciones, que se han prodigado para representar los extraños mundos y los no menos extraños personajes de sus novelas, cada cual más fantástico y extravagante, para solaz sobre todo de las jóvenes generaciones. Como en otros autores de género, no cabe sino decir que se lo pierden los que no se dan la tarea de meterse en los fascinantes mundos subterráneos de este escritor, único e incomparable, en la magnífica y variada expresión de la prolífica novelística producida entre fines del siglo XIX y principios del XX.